Esta tarde me he quedado dormida, como más de una vez, después de comer, en mi cama, envuelta por la manta que lleva a mi lado desde hace tanto tiempo, que en ella dejaron de contarse los años.
Al despertar, me quedé sentada, envuelta aún por el leopardo que nunca existió, y observé mi reflejo en el espejo.
Simplemente no me reconocía.
Esa chica pelirroja, delgada, sentada de forma tan natural y que a la vez parecía la posición elegida por un experto fotógrafo.
Nada que ver con la chica de pintas raras con ojeras de no dormir, ni rastro de los sueños delirantes en los que un tal Platón pretende gobernar el mundo, la desaparición de un agobio andante que no tiene ni un minuto para pararse a mirarse en el espejo antes de salir medio corriendo cada mañana.
No, esa no era yo.
La que había en el espejo era mi otra parte, mi parte relajada, alegre, descansada, optimista, y con un atisbo de niñez, y un brillo en los ojos que dejan adivinar a esa niña de coletas naranjas que por Navidad quería un tractor amarillo.
En ese momento, simplemente he deseado que fuera así como el me ve cada día, cada vez que me dice que me ama, o cada tarde que me observa dormir.
Daría lo que fuera por ser ese reflejo, por ser esa imagen de mi misma,por serlo y por darla cada día del resto de mi vida a los demás.
Lo que fuera.
Y me encantaría poderlo dibujar.
Que cosa más tonta, no?
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Sueños por cumplir