Eran los maravillosos años 80, aquellos diez años, puro rock and roll.
Era la década de los grandes, de los grandes de verdad.
Era la época en la que la música marcaba el ritmo de vida de cada uno de aquellos que ajenos a la realidad externa soñaban con escenarios que rozaban el cielo.
Era cuando la música eran solos de guitarras de esos absurdos, que escapan al entendimiento humano excepeto del de aquellos elegidos para regalarlos.
Era cuando música eran letras, eran sentimientos, emociones.
Cuando cada punteo era una gota de sufrimiento, de agonía, angustia, cuando cada acorde era éxtasis.
Era un
Don´t stop believin´, un
Sweet Child O´Mine, un vertiginoso
Elevation, el gran
Dude Looks Like a Lady, más de un
Love Affair, un
Livin´ on a Prayer.
Aquel era mi mundo, aquel era mi país.
Y llegué tarde.
13 años tarde.
Aparecí aquí, en este mundo, en estos años, en los años en los que el agobio es el pan de cada día, los días en los que los sueños por cumplir no son mas que nubes, y en los que la lista de cosas que quedaron por hacer no hace otra cosa mas que crecer día a día.
Me tocó vivir donde lo único que llega al alma son los ídolos adolescentes "made in Disney", o las repetitivas y perforantes melodías techno-dance, donde las letras no son mas que frases que se repiten sin sentido, días en los que el sexo se eleva a su más mínima expresión, necesidad básica, nada más.
Llegué en el momento y al lugar equivocado. Llegué a tiempo de no más que soñar con mis grandes, de imaginarme lo que habría sido sentirlos en estado puro, de imaginar lo que habría sido estar allá arriba.
Llegué en el momento equivocado si, pero al menos la vida quiso premiarme con un príncipe de película blanco y negro.
Y lo cierto es que compensa.